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domingo, 8 de junio de 2014

París después de la Revolución: la ciudad se empieza a transformar con Napoleón Bonaparte y sus conquistas (amorosas... o no)



Collection of the Museum of Ventura County, Private Collection,
Cuando Napoleón Bonaparte entró en el Palacio de las Tullerías, el 19 de febrero de 1800, comienza a restablecerse la calma en la ciudad, junto con el orden, después de los años de terror revolucionarios. Hace las paces con la iglesia, las misas se celebran de nuevo en la catedral de Nôtre Dame, a los sacerdotes se les permite vestirse como tal, y las campanas resuenan a misa. Para ello establece que haya un nuevo cargo en sustitución de la Alcaldía de París, sera el prefecto del Sena, y un prefecto de policía, ambos nombrados por él. En cada distrito coloca un alcalde con un poder limitado, pues tan sólo se dedican a cumplir los decretos de los ministros del emperador.

Después de su coronación el 2 de diciembre de 1804, inicia una serie de proyectos para conseguir que París sea una capital imperial capaz de rivalizar con la antigua Roma. Comienza la construcción de la Rue Rivoli, se reconstruye la Place de la Concorde, la Place des Pyramides. Se tira abajo el antiguo convento de los Capuchinos y se construye una nueva calle que conecta la Place Vendôme con los grandes bulevares, y la bautiza como la Rue Napoleón (actual Rue de la Paix). En 1802 se construye un puente de hierro que revolucionará la ciudad, es el Pont des Arts, está decorado con dos invernaderos de plantas exóticas, y con hileras de naranjos, eso sí para pasar por el puente había que pagar un "sou". Los nuevos puentes que construye los bautizará con los nombres de sus victorias, como el de Austerlitz, el Pont d'Iéna...y todos tendrán peaje.
Su obsesión con la antigua Roma, le lleva a ordenar la construcción de una serie de monumentos dedicados a la gloria militar de Francia. La primera de todas ellas es el Arco del Triunfo, construido en el borde de la ciudad, lo que se conocía como el Barrière d'Étoile. También ordena construir el Arc de Triomphe du Carrousel, copiando el arco de Séptimo Severo y el de Constantino en Roma, al lado del Palacio de la Tullerías. A este arco le coloca en la parte superior  los caballos de bronce que se llevó de la Basílica de San Marcos de Venecia, como botín de guerra. Por esta avenida no paran de celebrarse desfiles militares. Así mismo decide encargar la construcción de la Columna Vendôme, copiando otra vez, la columna de Trajano en Roma, ésta se construye con el hierro de los cañones capturados a los rusos y austriacos en 1805. Al final de la Rue de la Concorde (actual Rue Royale) transforma la actual Église de la Madeleine, que en aquellos momentos estaba aún en sus cimientos, transformándola en el Templo de la Gloire, un santuario militar para colocar las estatuas de los generales más famosos del país. 

Uno de los problemas más importantes de la ciudad,  era la escasez del agua. Durante el verano, el Sena casi se secaba (el que hoy en día esto no ocurra es fruto de obras hidráulicas del siglo XIX) y el abastecimiento era insuficiente. Ni siquiera los acueductos subterráneos que nutrían las fuentes, construidos en el medievo, eran suficientes, teniendo que conformarse con una media de un litro de agua al día para cumplir sus necesidades. Además, incluso esa agua era insalubre, pues el río estaba contaminado con los desperdicios de las industrias y los mataderos, y el agua subterránea quedaba intoxicada con las filtraciones de los deshechos en las calles y, hasta finales del XVIII, de los cadáveres de los cementerios. París no contaba con un sistema de agua corriente, por lo que los ciudadanos usaban las propias calles para hacer sus necesidades, algo que se plasmaba en el nombre de algunas como la ”Rue Merdière “ o el ”Passage Merdeux”. Además, como no había un sistema de recogida de basuras, éstas se acumulaban en el lugar, siendo insoportable el hedor, en especial en verano, y creando el contexto perfecto para ser el foco de muchas de las enfermedades que sufría la población por la insalubridad. La esperanza de las clases medias no superaba los cuarenta años.
Debido a ello Napoleón decidió en 1802, la construcción del Canal Ourq para llevar agua potable a la ciudad, y construyó el Bassin de la Villette para tener reservas de agua. Para poder distribuir el agua dulce a sus conciudadanos construyó una serie de fuentes monumentales, la mayor de ellas fue la Fontaine du Palmier, situada en la Place du Châtelet. También comenzó la construcción del Canal de Saint Martín, para fomentar el transporte fluvial dentro de la ciudad.

La miseria en la que vivía la población queda plasmada en el buen número de mendigos que vivían sin recursos o en la picaresca de los ciudadanos, como algunas mujeres, que se ataban un cojín al vientre para intentar que los transeúntes se compadecieran de ellas. Las prostitutas operaban en determinadas calles de la ciudad, las cuales tenían que portar una cinta en la manga derecha y un sombrero en punta. Algunos de estos miembros de los estratos más bajos de la sociedad se concentraban en la conocida como Corte de los Milagros, la cual se intentó desmantelar en varias ocasiones.

En cuanto a la estructura de la ciudad, el número de calles anchas se podía contar con los dedos de la mano, siendo en su gran mayoría un laberinto de callejones estrechos y retorcidos. Las calles solían medir unos cuatro metros de anchura, espacio reducido por el reguero de inmundicia que circulaba en el centro, una especie de cloacas que desembocaban en el Sena. París no era una ciudad moderna, sino más bien una medieval y sus viviendas presentaban esas características, teniendo una planta baja de piedra y dos o tres, encima, de adobe y madera, muchas veces siendo estructuras voladizas, que cubrían de la lluvia, pero dificultaban el paso de luz. Los atascos eran muy frecuentes, así como los accidentes, ya que los carros solían chocar a menudo, y transitar por la noche resultaba una verdadera temeridad. Sin embargo, había ciertas normas que los edificios debían cumplir. La altura máxima de las fachadas dependía de la anchura de la calle, siendo entre 11,7 y 17,55 metros, y los áticos no podían tener una inclinación mayor a 45º. Además, la madera debía ser cubierta con mortero y cal, medida que se tomó a raíz del Gran Incendio de Londres. 

El último proyecto de Napoleón fue en 1810, un elefante en la Bastilla, bueno más bien era una fuente con la forma de un elefante de bronce colosal, debía tener 24 metros de altura y tenía que ser colocado en el centro de la Plaza de la Bastilla, pero no tuvieron tiempo para terminarlo, durante muchos años se quedó en su lugar la enorme maqueta de yeso del elefante.

File:Elephant de la Bastille aquarelle de Jean Alavoine.jpg 
Portrait length color image of Josephine Bonaparte aka. Joséphine de Beauharnais, by George Stuart.
Pero que hay de la vida privada del emperador, y con ello de la emperatriz Josefina. Porque según la historia su relación fue turbulenta, y plagada de intereses. Intereses por parte de ambos, Napoleón necesitaba una esposa, un poco más mayor que él, para evitar que todos los generales que le superaban en edad lo tomasen en serio. Y Josefina, necesitaba a alguien que la mantuviese, a ella y a sus dos hijos adolescentes. Así que un día, en una cena que organizaba Paul Barras, un hombre muy rico en influyente, pues era el gobernador de Francia, (que en ese momento era el amante de Josefina, y se la quería quitar de encima, pues ya tenía sustituía) los presenta. Por parte de Napoleón, el flechazo es inmediato, por parte de ella, priman más los intereses que el amor. Pero como buena meretriz lo sedujo fácilmente, la sociedad parisina, queda conmocionada por esta relación: porque la gran reina de los bailes y las fiestas de París está interesada por un soldado sin dinero ni conexiones. Josefina vio el potencial del soldado, pues en los 10 años que siguieron a su matrimonio Napoleón se convirtió en Emperador, con la inestimable ayuda de Josefina. Durante estos años la relación sufría altibajos, ella tenia amantes, él estaba en campaña, guerreando, ella de fiesta en los "Bals des Victimes" (los bailes de las víctimas), bailes donde las mujeres llevaban cintas rojas alrededor del cuello, para simular el corte de la guillotina. La nueva moda, de la que Josefina es la embajadora, consiste en el "look prision" las damas llevan el pelo corto, lucen pequeños vestidos vaporoso de corte imperio, los de Josefina suelen ser bastantes transparentes, le importa bien poco la opinión de la gente. Napoleón no deja de mandarle cartas amorosas continuamente, diciéndole lo mucho que la ama, algunas bastante subidas de tono, como la que sigue:
 
“París, Diciembre de 1795
Despierto lleno de pensamientos sobre ti. Tu retrato y la intoxicada tarde que pasamos ayer han dejado mis sentidos en la agitación. ¡Dulce, incomparable Josephine, qué efecto extraño tienes en mi corazón! ¿Estás enojada? ¿Veo tu mirada triste? Estás preocupada?… Mi alma duele de pena, y no puede haber descanso para ti amada; pero ¿todavía hay más guardado para mí cuando, rendido a los sentimientos profundos que me abruman, dibujo desde tus labios, desde tu corazón, un amor que me consume con fuego? ¡Ah! ¡Fue ayer por la noche que comprendí completamente cuan falsa es la imagen de ti que da tu retrato! Estás partiendo al mediodía; Te veré en tres horas. Hasta entonces, mi dulce amor, mil besos; pero no me correspondas ninguno, porque encienden mi sangre.”

Hay otras muchas más cartas, de amor, y algunas de celos, rabia, desamor..algunos párrafos son explícitos de lo que siente el emperador, "No pido amor ni fidelidad eternos, únicamente... la verdad, una franqueza ilimitada. El día que me digas -te amo menos- será el último día de mi amor o el último de mi vida." ante la actitud de Josefina, ella tarda mucho en darle respuesta, como puede ser que un hombre con tanto poder como tuvo, caiga a los pies de una mujer como ella... en esta otra carta se puede ver la desesperación de un hombre enamorado en la que le reclama el porqué no le escribe:

Verona, 13 de noviembre de 1796

No le amo, en absoluto; por el contrario, la detesto, usted es
una sin importancia, desgarbada, tonta Cenicienta. Usted nunca
me escribe; usted no ama a su propio marido; usted sabe qué
placeres me dan sus letras,  ¡pero aún así no me ha
escrito seis líneas, informales, a las corridas!

¿Qué hace usted todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan
importante que no le deja tiempo para escribirle a su amante
devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor
tierno y constante que usted me prometió? ¿De qué clase
maravillosa puede ser, que nuevo amante reina sobre sus días,
y evita darle cualquier atención a su marido? ¡Josefina, tenga
cuidado! Una placentera noche, las puertas se abrirán de par
en par y allí estaré.

De hecho, estoy muy preocupado, mi amor, por no recibir
ninguna noticia de usted; escríbame rápidamente sus páginas,
paginas llenas de cosas agradables que llenarán mi corazón
de las sensaciones más placenteras.

Portret Marii z Łączyńskich Walewskiej
María Waleska
Pero no creáis que Napoleón no tuviera algunos líos de faldas con otras damas, la verdad es que el hombre también tuvo los suyos. Uno de los más sonados fue con la polaca María Walewska. A los 18 años la casaron con el Conde Walewska, un anciano cargado de dinero, en ese matrimonio todo era perfecto hasta que entró en sus vidas el hombre más poderoso de Europa: Napoleón Bonaparte. Fueron presentados en una fiesta con motivo de la presencia del emperador en Polonia, y para desgracia de María, Napoleón se encaprichó de ella. Se propuso conquistar a la que era considerada la mujer más bella de Polonia. Solo había un problema: María no le hacía ni caso. A pesar de su resistencia, la paciencia del emperador parecía infinita. Le pidió repetidas veces una entrevista a solas, incluso le hizo una promesa política: aseguró que querría más a Polonia si ella aceptaba verle. Ante esas insinuaciones, solo cabía aceptar: que pasaría si se negaba: ¿querría menos a Polonia?. Su propio círculo de amistades le recomendó aceptar, pensando que sería bueno para el país. Por eso aceptó recibirle, y tan elocuente resultó ser, que terminó por enamorar a una joven condesa, que repetimos, estaba casada con un anciano nada apuesto.

Pasó el tiempo y juntos tuvieron un hijo, motivo por el que muchos pensaron que pondría a María en el trono de Francia y nombraría a su hijo heredero, pero nada más lejos. Al ver que podía tener hijos con otras, pero no con Josefina, decidió anular su matrimonio y repudiarla “por estéril”, en una cena le soltó “Aún te amo, pero en política el amor no cuenta” , pero en vez de casarse con María, lo hizo con una princesa de sangre real, con el objetivo de dar legitimidad a su futura dinastía. Condenaba así a María a la condición de ramera y a su hijo a la de bastardo. Con ello llegó el declive en picado: su marido se divorció, sus antiguos amigos la abandonaron, sin acordarse de que prácticamente ellos la empujaron a sus brazos. Aunque Napoleón rechazó a María, eso no prueba que no la quisiera, de hecho, siempre esperaba lo mejor hacia ella, pero nunca quiso sacrificar ni un minuto sus planes imperiales por ella. En cambio, María le fue fiel el resto de su vida, incluso cuando la estrella de emperador se apagaba, ella estuvo siempre presente. Fue una de las pocas personas que fue a visitarle a su destierro de la isla de Elba. Allí tuvo lugar su último encuentro y como siempre, ella lo ofrecía todo y él, cobardemente prefirió esperar a que su esposa “oficial” se acordara de él y fuera a visitarlo, cosa que nunca ocurrió...
Napoleón andaba en la búsqueda de una princesa casadera que fuera ideal como madre del heredero del imperio. Al principio intentó cortejar a Ana Romanov la hermana menor del Zar de Rusia, pero Alejandro, desconfiado, evadió con fría cortesía la tentativa. Casi de inmediato –el tiempo corría- los ojos del águila se fijaron en una familia que había tenido dignidad imperial durante siglos y la sangre más noble de Europa: los Habsburgo y su retoño de diecinueve años, la archiduquesa María Luisa.
La elección no parecía muy conveniente, apenas unos diecisiete años antes, otra archiduquesa austríaca, maldecida por los franceses había perdido su cabeza en la Revolución. Para colmo de males, Francisco I, padre de su “chica elegida”, lo odiaba y había sido el mayor enemigo del nuevo régimen de Francia, ergo, una posible alianza con la casa de Austria parecía imposible en muchos sentidos. –“¿Imposible?”- rugió el Corso –“esa palabra no existe en francés” declaró y los diplomáticos galos y austríacos se afanaron en limar diferencias entre las partes y concertar el casorio.
Jean-Baptiste Isabey 003.jpg

María Luisa (joven que hablaba con fluidez inglés, francés, italiano, latín y español, aparte del alemán) era consciente de haber sido criada y educada para un matrimonio conveniente, pero aún así estaba tan desconcertada como desolada. -Nein, Auf keinen Fall!- (No, no en absoluto!) dijo María Luisa de Austria cuando supo que la casarían con el Emperador francés. Había crecido escuchando de ese demonio llamado Napoleón, hombre de ascendencia baja, brutal y desleal que había insultado y humillado a su familia. ¿Acaso era posible que precisamente  su padre, le ordenara casarse con él? Sin entenderlo, suspiró como mujer y obedeció como hija. Cuentan que Napoleón fue a conocerla al pequeño pueblo de Courcelles, distante unos cincuenta km de París. Era una noche lluviosa y el Emperador se presentó ante su futura esposa en la oscuridad y cubierto de barro, ordenó que los dejaran solos, subió al carruaje de María Luisa y cerró la puerta. El deseo de Napoleón no sabía esperar, del mismo modo en que alguna vez arrebató la corona de las manos de Pío VII y se coronó a sí mismo, tampoco necesitó de una bendición o permiso para tomar a esa mujer.
Dicen que Napoleón se enamoró profundamente de su Emperatriz e hizo de todo para que ella olvidara la brutalidad del primer encuentro. Se convirtió en un esposo celoso (algo que no había sido con la voluble Josefina) y tomaba precauciones para que ningún hombre se acercara demasiado a su mujer. Comenzó a vestirse con elegancia, intentó incluso  aprender a bailar el vals y sacrificó compromisos públicos y privados para atenderla. María Luisa por su lado, cumplió con sus deberes a la perfección, fue obediente, dócil, nunca habló de política y estuvo atenta a los deseos de ese amo que le enseñó desde el primer momento, quien sujetaba la correa.
En 1812, un mes antes de la invasión francesa a Rusia, María Luisa acompañó a Napoleón a Dresde y allí conoció al conde Adam Albert von Neipperg, hombre que odiaba tanto a los franceses, que le habían dejado sin el ojo derecho, como a Napoleón.
Un 25 de enero de 1814 Bonaparte abrazó a su esposa e hijo por última vez. Ese mismo año el emperador Francisco decidió enviar a María Luisa  al sureste de Francia para evitar que se reuniera con su marido en Elba…y nombró a von Neipperg como jefe de escolta de su hija. “Antes de seis meses, seré su amante y luego, su marido” comentó  irónicamente el austríaco a sus amigos, y cumplió.
Mientras los grandes acontecimientos sacudían Europa, el hombre del parche negro, con sus modales suaves y respetuosos, logró aquello que el dueño del mundo no pudo conseguir: el amor de esa mujer. Napoleón escribió cientos de cartas a María Luisa que fueron interceptadas o no respondidas, y mientras pasaba por las agonías de la duda en su exilio en Elba, le pidió a su médico Antommarchi “…dígale que yo la amaba, que nunca dejé de amarla”. Bonaparte falleció en 1821 y ese mismo año María Luisa se casó morganáticamente con Neipperg. Para entonces ya tenía dos hijos con su amante y estaba embarazada del tercero.





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