Elizabeth I |
María Tudor |
Así que ya tenemos a todas las coronas europeas preguntándose y haciéndose cábalas del porque de la decisión de la reina, porqué no quería unir su reino con alguno de los príncipes o reyes casaderos. Tal vez es que la pobre tenía fobia a los matrimonios, después de ver el resultado del de su padre Enrique VIII con tantas mujeres.
Isabel siendo adolescente tuvo amoríos con Thomas Seymour, un mozo hermoso y de buen ver, apuesto y tan hábil con las palabras como con la espada, la pega que tenía era su ambición desmedida y su carencia de escrúpulos. Thomas tenía la esperanza de casarse con Isabel, el problema es que su hermano era el regente del reino y no le permitió que desposara a la futura reina. Así que se decantó por Catalina Parr, la viuda de Enrique VIII, con la que al final se casó. El matrimonio no fue muy largo, así que cuando enviudó volvió al ataque con Isabel. A Isabel no le parecieron mal las atenciones que recibía, lo malo es que encabezó un complot para forzar el casamiento y así de paso acceder al trono. Fue descubierto y decapitado junto con sus cómplices. Después de esto, y a pesar de que el parlamento quería que una vez coronada se casase, ella se negó en redondo, arguyendo que estaba casada con su reino y que no le faltaban hijos, ya que consideraba a todos sus súbditos como tales.
El no querer contraer matrimonio no significaba que dejase de coquetear con el lord Robert Dudley, al que conocía de cuando coincidieron como prisioneros en la Torre de Londres. Robert era apuesto, vestido a la última moda, que no dudaba en demostrar su bravura en duelo, amante del arte. Era el cortesano perfecto y la reina lo nombró caballerizo mayor del reino, le asignó unas habitaciones cercanas a las suyas, y a las que solía acudir a cuidarlo cuando enfermaba, lo colmaba de regalos y le montaba tremendas escenas de celos. Pero la cosa es que el tal Dudley estaba casado, y casualidades de la vida su esposa murió cayendo por las escaleras. El hombre pensaba que ahora si que podría casarse con la reina, lo que no tuvo claro es que la reina seguía en sus trece, de boda nada. Para quitárselo de encima pretendió casarlo con su prima María Estuardo, por aquel entonces reina de Escocia. Pero María también le dio calabazas, así que para consolarlo la reina lo hizo conde de Leicester.
Otro favorito de la reina fue Walter Raleigh, este no era ni conde, ni caballero. Sino un sanguinario pirata a quien la soberana ennobleció otorgándole el título de Sir. Este nuevo Sir la colmó de elogios a través de poesías amorosas, se los dedicaba bajo el apodo de Cintia. La reina estuvo unos cuantos años con él, hasta que llegó a la cuarentena. Entonces la reina se fijo en un veinteañero conde de Essex. Como podéis ver Isabel I fue una “cougar” tan de moda en nuestros tiempos. Sir Walter decidió por motu propio casarse con una amiga de la reina, pero la orgullosa soberana pillo un mosqueo monumental e hizo que el “rebelde” pasara la noche de bodas encerrado en la Torre de Londres. Más tarde fue desterrado de la corte, pero el pirata demostró su adhesión a Isabel fundando en tierras americanas la colonia de Virginia en honor de la reina.
El siguiente en pasar por la cama real fue Robert Devereux, el jovencito de 20 años por el que dejó al pirata. Robert era un jovenzuelo apuesto, bailarín elegante, apasionado cazador e hijastro del desaparecido Dudley. Las malas lenguas decían que “Milord de Essex no se marcha de casa de la reina antes de que los pájaros de la mañana hayan comenzado a cantar”. Pronto pasó a ser caballerizo mayor, y caballero de la Jarretera. Pero la reina no consiguió domesticarlo a su gusto, el joven era arrogante y orgulloso, y la violencia de su carácter hizo que dijera en público, eso sí cuando ya había perdido el favor de la reina: “Su Majestad es ahora una vieja cochambrosa y retorcida de espíritu como de cuerpo”.
Milord de Essex |
A parte de sus relaciones amorosas, Isabel tenía un gran problema que se llamaba María Estuardo, la destronada reina de Escocia que se refugió en Inglaterra y que Isabel mandó encerrar en la Torre de Londres. Los católicos ingleses la consideraban la verdadera reina de Inglaterra, cuyo trono había sido usurpado por Isabel. La pobre María se pasó dieciocho años recluida en diversos castillos y prisiones. Un buen día se descubrió un complot para asesinar a Isabel y suplantarla por la prisionera. La reina Isabel no se lo tomó muy bien, e hizo como su padre, no dudó en mandarla decapitar en la Torre de Londres.
Bajo el reinado de Isabel, Londres continuó creciendo aún más rápidamente que en los años anteriores. Los nobles siguieron construyendo palacios en las cercanías para reemplazar sus tradicionales castillos feudales y situarse más cerca del poder real. Las corporaciones de artesanos y comerciantes ocuparon los antiguo templos y conventos católicos, reformándolos para uso civil. Se erigieron las primeras escuelas de pago, como las de Saint Paul y Tonbridge. La política de la reina se basó en unos principios conservadores, propiciar que en cada casa viviera sólo una familia, los bloques familiares donde se apiñaban las familias desaparecieron, se prohibían nuevas construcciones que estuvieran a menos de tres millas de las murallas. Se generalizó el uso de las camas con almohadas y sábanas en lugar de las antiguas literas cubiertas con paja. Una familia de clase media solía disponer de jarras de latón y tazas de loza, que se servía sobre manteles de lino. Los súbditos de la reina empezaron a vestir con mayor cuidado y a lavar las prendas y a si mismos con más ahínco. Se palpaba en Londres y en sus habitantes un aire de prosperidad y bienestar burgués dentro de las diferencias sociales propias de esa época.
La reina para hacer crecer aún más su imperio no dudó en proporcionar a la Royal Navy los suficientes barcos y armamentos capaces de superar a España en la ardua batalla por el control de los mares. Cómo no había conflicto bélico declarado entre las dos naciones, a la reina se le ocurrió la idea (digamos que poco ética y bastante delictiva) de armar verdaderas flotas de guerra privadas, cuyo fin era hostigar a las naves mercantes españolas que regresaban de América llenas de oro, plata y otras mercancías preciosas. Para ello la corona otorgaba a los capitanes la famosa patente de corso, es decir una autorización para el pillaje marítimo a cambio de un impuesto estatal. He aquí que muchos aristócrata y magnates navieros empezaron a formar sociedades para financiar las excursiones corsaria, apostando a mucho (si las flotas regresaban con el botín) o a nada (si acababan hundidas en el fondo del mar). Esta estrategia comercial se convirtió en un negocio fabuloso, en el que la reina decidió participar personalmente, a parte cobraba los impuestos que recibía por las patentes de corso. Al final los piratas de la reina se convirtieron en auténticos héroes nacionales como Henry Morgan, Francis Drake (que acabó siendo Sir).
Felipe II, rey de las Españas, estaba hasta las narices de que le hundieran sus barcos y que le robaran sus tesoros americanos, además de que saquearan sus enclaves coloniales, alla por las Antillas. Harto como estaba del tema envió la llamada “Armada Invencible” hacia Inglaterra, el despliegue era impresionante. Pero los barcos eran grandes y pesados que maniobraban con menos facilidad que la fragatas Isabel, que los cañoneaban por los flancos, y los incendiaban sin miramientos. Al final la armada española no resultó ser tan invencible como creía el rey.
Mientras en el Canal de la Mancha, ingleses y españoles se daban de palos, en Londres había un renacimiento artístico y literario que dará que hablar durante los siglos siguientes.
Como siempre si queréis saber más de Isabel I la reina Virgen, hay varias películas o series que nos explican su historia. Podéis elegir, con Cate Blanchett o Helen Mirren.
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