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domingo, 14 de agosto de 2016

Miguel Ángel Buonarroti, en Roma, cuarenta años para hacer la tumba de Julio II, la Capilla Sixtina...y alguna cosilla más.


Nacido en la Italia del renacimiento en la que los artistas solían ser idolatrados como dioses, Miguel Ángel Buonarroti destacó por encima de todos ellos. Fue el más amado y odiado al mismo tiempo. Nació en el seno de una familia de nobles venidos a menos, de los que huyó en su juventud y a los que más tarde quiso poner en el lugar que según él, les correspondía. 

Pero la familia no tenía su talento, más bien eran unos mediocres que nunca llegaron a la altura del genio, y durante mucho tiempo los mantuvo enfrentados. La falta de estabilidad económica que sufrió desde niño, y las pullas por el dinero de años posteriores, justifican sus excentricidades.

Era un hombre de un genio intratable, avaro e irascible, al que no le costó lo más mínimo enviar a paseo a algún Papa justo cuando ostentaban su mayor poder. Las exigencias que hacía a sus mecenas en materia de dinero eran desproporcionadas, dinero que utilizaba en sus obras, y lo que quedaba para él lo atesoraba sin gastar en desmedida, en eso era mucho más modesto que otros artistas de la época, como Leonardo, Rafael o Tiziano.

La inseguridad era patente en su genialidad, también era muy competitivo, como demostró en sus primeros días en el taller de Domenico Ghirlandaio en Florencia, y no quería admitir que nadie le hubiera enseñado nunca nada, y menos cualquier otro artista, en lugar de seguir el estilo de su maestro o el refinamiento de los artistas florentinos como Botticelli o Filipino Lippi, Miguel Ángel se remontó doscientos años atrás para fijarse en Giotto o cien en el caso de Masaccio. 

Quería transmitir que había asimilado el arte de la escultura a fuerza de la comprensión innata del diseño, una actitud bastante soberbia que combinaba con una absoluta indecisión. Cuando fue acogido por Lorenzo de Médici, el Magnífico, y siempre según cuenta Vasari en sus “Vidas”, un buen día la emprendió a puñetazos con uno de sus compañeros, Torrigiano”, que “movido por la envidia al verlo más reconocido y más valioso en el arte que él, le dio tal puñetazo en la cara con tal fuerza que le partió la nariz dejándolo señalado para siempre”. La verdad es que eran muchos a los que les habría gustado seguir el ejemplo de Torrigiano y partirle la cara más de una vez, pues digamos que de simpatía con el prójimo escaseaba.